El desastre de Ticketmaster

Ticketmaster es un desastre cocinado a lo largo de mucho tiempo. Lo sabe el gobierno norteamericano, que el pasado mayo inició un juicio antimonopolio para detener la conducta anticompetitiva que surge del poder monopolístico de su compañía matriz, Live Nation, que gestiona la práctica totalidad de los eventos musicales en el país. Pero lo saben también todos los usuarios que hayan intentado adquirir una entrada para un concierto a través de la compañía.

Con la reciente reunificación de Oasis, la banda de los hermanos Gallagher, la cuestión ha terminado de estallar. Una gira de conciertos de gran demanda, que la compañía ha intentado aprovechar para unir a su ya característica dinámica de miles de bots compitiendo con los usuarios para hacerse con entradas para vergonzosas reventas, para utilizar un sistema de precio dinámico que ha terminado haciendo pagar auténticas barbaridades a muchísimos usuarios que temían quedarse sin entradas.

Los sistemas de precio dinámico son un recurso habitual para asignar bienes de disponibilidad limitada en contextos de elevada demanda, ampliamente utilizados, por ejemplo, en el transporte de viajeros. Sin embargo, combinar su uso en un contexto en el que los usuarios se ven obligados a competir con una jauría de bots para imponer una presión elevada para hacerse con las entradas del concierto al que desean acudir es, claramente, un comportamiento abusivo.

El escándalo creado por semejante comportamiento ha llevado a la Competition and Markets Authority británica (CMA) a lanzar una investigación sobre la compañía por comportamiento abusivo, que debería saldarse no con multas o sanciones a la compañía, sino con una revisión completa sobre sus prácticas. Las ventas de entradas a través de la red son un desastre destinado a fomentar la reventa, oficializada en muchos casos incluso por los propios organizadores como «ventas entre fans», con el fin de convertir los conciertos en un objeto de deseo y evitar lo que realmente habría que hacer para evitar esas prácticas, que es algo tan sencillo como implantar la venta nominativa, que hoy solo se utiliza en muy pocos casos, a demanda de los artistas. Se puede hacer, técnicamente es sencillo, y en los casos en los que se lleva a cabo, funciona. Pero claro, es mejor seguir jugando al juego de favorecer la reventa y los precios abusivos, porque la casa siempre gana.

Hoy en día, el anuncio de un concierto al que quieres ir supone prepararse para, el día que se abre la venta, poner varios dispositivos con varios navegadores cada uno a intentar ponerse en cola, mientras una legión de bots perfectamente organizada te adelanta y se hace con las entradas que quieres, para que tengas que intentar adquirirlas más adelante, a precios abusivos o incluso arriesgándote a falsificaciones. Un conjunto de prácticas que favorecen la actuación de mafias y aprovechados, y fomentada por la propia organización.

Un concierto no es un bien esencial para nadie, pero eso no quiere decir que, por su carácter suntuario, tenga necesariamente que convertirse en un «vale todo». Lo lógico es tratar las entradas como un bien de asignación individual, que solo puede ser transferido en casos muy justificados y al mismo precio nominal. La resistencia de compañías como Ticketmaster a aceptar esa realidad ha desembocado en un comportamiento sistemáticamente abusivo, por el que no solo debe ser sancionada: además, es fundamental revisar e imponer cambios a su prácticas comerciales.

Ticketmaster es lo peor que ha pasado a la música en mucho tiempo. Esperemos que alguien tome de verdad cartas en el asunto y acabe con los abusos que han convertido algo como conseguir entradas para un concierto en una especie de pesadilla, y que ha alimentado demasiados esquemas que nunca debieron tener lugar.

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