
Las grandes tecnológicas de Silicon Valley han pasado de corromper el debate público con prácticas irresponsables, a intervenir directamente en la política estadounidense.
Durante años, sus plataformas alimentaron la desinformación y la polarización en aras del lucro, preparando el caldo de cultivo para la llegada de Donald Trump al poder. El propio asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 evidenció cómo las redes sociales se habían convertido en un arma política: la convocatoria a la insurrección del 6 de enero salió directamente de publicaciones de Trump en Twitter, dedicado a «gritar fuego en un teatro lleno» desde las redes. Ahora, esas mismas Big Tech han dado un paso más: aliarse abiertamente con Trump para blindar su posición y evitar la regulación, aunque eso suponga dinamitar el sistema de contrapesos democráticos, los famosos checks and balances, y la separación de poderes. El resultado es un ataque sin precedentes a la democracia estadounidense, cuidadosamente camuflado bajo la falsa retórica de la «eficiencia» y la innovación tecnológica.
Las Big Tech llevan años erosionando la calidad del discurso público. Sus algoritmos priorizan contenidos incendiarios, teorías conspiranoicas y noticias falsas porque generan más engagement y, por tanto, mayores ingresos publicitarios. Como todos sabemos, la sociedad ha pagado el precio: mayor división social, mucha mayor radicalización política y una progresiva pérdida de confianza en las instituciones. El caldo de cultivo perfecto para el populismo.
La presidencia de Trump fue tanto un síntoma como una consecuencia de este entorno cada vez más enrarecido. Paradójicamente, tras años permitiendo estas distorsiones, los gigantes tecnológicos intentaron lavarse las manos al expulsar a Trump de sus plataformas después del asalto al Capitolio de 2021. Sin embargo, esa postura duró poco, hasta que se dieron cuenta de que, ante los cada vez mayores intentos de incremento de la presión regulatoria desde la administración Biden y la Unión Europea, podían tomar ventaja de esa situación. Ante la perspectiva de un Trump resurgente en 2024, los titanes de Silicon Valley cambiaron rápidamente de bando y optaron por involucrarse de lleno en la política para proteger sus intereses. En cuestión de semanas, los líderes de las big tech pasaron de críticos a aliados del demagogo populista, al darse cuenta que sus fortunas y modelos de negocio podrían estar más seguros con él en la Casa Blanca.
Unos días antes de la investidura de Trump en 2025, los barones de la tecnología se alinearon públicamente tras de él. Elon Musk apoyó abiertamente la campaña de Trump y fue recompensado con un puesto en el nuevo gobierno como «Ministro de Eficiencia Gubernamental». Más sorprendente aún fue el volantazo de Mark Zuckerberg: el fundador de Meta anunció el 7 de enero que eliminaba el programa de verificación de noticias en Facebook «en nombre de la libertad de expresión», un giro profundamente cínico viniendo de quien suspendió la cuenta de Trump en 2021 tras los disturbios en el Capitolio. Jeff Bezos, CEO de Amazon y dueño del influyente The Washington Post, también se sumó a la causa: financió con entusiasmo la ceremonia de inauguración de Trump, después de haber impedido que su periódico apoyara a la candidata demócrata, con la excusa de la neutralidad.
¿Por qué este repentino abrazo entre Big Tech y Trump? La respuesta es sencilla: dólares e influencia. Silicon Valley, que antaño se distanciaba retóricamente de Trump, ahora «le besa el anillo con la esperanza de obtener algo a cambio» . Directivos que antes calificaban a Trump de «peligro para la democracia» o incluso lo comparaban con dictadores, ahora hacen fila para pagar tributo. En efecto, los magnates tecnológicos han contribuido sumas récord para el retorno de Trump al poder. Sam Altman, Mark Zuckerberg y el propio Bezos donaron un millón de dólares cada uno al fondo de inauguración de Trump. Google y otros gigantes enviaron emisarios a estrechar manos. Elon Musk fue todavía más allá, y aportó 243 millones de dólares de su bolsillo a la campaña de Trump, convirtiéndose en su mayor donante individual. En total, la industria tecnológica inyectó casi cuatrocientos millones de dólares en las elecciones de 2024, con aportaciones destacadas de ejecutivos de Google, LinkedIn, Netflix y otros, incluidos inversores multimillonarios.
Estas cifras astronómicas no son filantropía patriótica, sino una inversión perfectamente calculada: para una empresa que vale billones, un millón es calderilla, sobre todo si con eso se evitan regulaciones indeseadas en sectores como la inteligencia artificial o las criptomonedas. Todo sea por incrementar el valor para el accionista.
Desde su primer mandato, Trump dejó claro que no iba a poner limitaciones a las grandes corporaciones tecnológicas. Al contrario, compró sus argumentos y las defendió ferozmente en el escenario internacional, llegando a calificar cualquier intento extranjero de regular a las Big Tech norteamericanas como un «ataque a los Estados Unidos» , consolidando de facto el oligopolio digital de estas compañías. Bajo su administración, la Casa Blanca forjó estrechos lazos con los magnates tecnológicos y frenó esfuerzos regulatorios externos e internos. Mark Zuckerberg, por ejemplo, instó personalmente a Trump a tomar medidas contra las normativas europeas que afectaban a Meta, y encontró oídos receptivos. No es de extrañar que, al llegar la campaña de 2024, las Big Tech vieran en Trump su arma para desactivar cualquier amenaza regulatoria.
Trump, a su vez, ha usado el poder presidencial para pagar favores a sus padrinos tecnológicos. Un ejemplo reciente y alarmante fue su arremetida contra la Comisión Federal de Comercio (FTC) apenas retomó el poder en 2025. La FTC, bajo líderes nombrados por la anterior administración, había emprendido acciones antimonopolio contra gigantes como Amazon y planeaba nuevas regulaciones. Trump reaccionó intentando despedir ilegalmente a dos comisionados independientes que fiscalizaban a las Big Tech, un movimiento sin precedentes en la historia de la agencia. Según algunos, estas destituciones fueron la forma de Trump de «devolver el favor a los multimillonarios tecnológicos que le financiaron con millones». La independencia de la FTC, concebida como contrapoder por el Congreso para frenar los abusos del poder corporativo, ha quedado así gravemente erosionada. «El presidente quiere una FTC sumisa a sus amigos millonarios» , denunció el comisionado destituido Alvaro Bedoya. El mensaje es claro: ningún organismo autónomo estará a salvo, ni siquiera los jueces, si osan contrariar los intereses de Trump y sus aliados de Silicon Valley.
No se trata de un hecho aislado. La eliminación de contrapesos se ha vuelto una constante en la nueva simbiosis Trump-Big Tech. Cuando la Oficina de Protección Financiera del Consumidor (CFPB), un regulador clave de Wall Street y empresas financieras cayó en la mira de Trump, Elon Musk celebró su desmantelamiento con un triunfal «CFPB RIP» en X. Musk, convertido en portavoz oficioso del gobierno en las redes, aprovecha su altavoz para atacar a cualquier agencia o ley que incomode los planes desreguladores. Esta alianza implica que el poder tecnológico no solo influencia la política desde fuera: ahora está instalado dentro del propio aparato estatal moldeando políticas a su favor. Las instituciones concebidas para limitar los excesos del Ejecutivo, desde agencias independientes hasta el escrutinio legislativo, la libertad de expresión o las universidades, se debilitan cuando el presidente actúa al dictado de sus amiguetes corporativos.
Tanto Trump como los barones tecnológicos justifican estas polémicas medidas con una palabra mágica: «eficiencia». Bajo la promesa de «modernizar» y «agilizar» el gobierno, se está consolidando un poder sin precedentes que concentra en las mismas manos la tecnología, la información y la política. Un símbolo de esta fusión es la creación del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) en la nueva administración Trump, encabezado por Elon Musk.
Presentado como un supuesto «gurú» para recortar burocracia, Musk se ha erigido de facto en superministro con tentáculos en múltiples agencias. Su influencia es tal que actúa simultáneamente como empresario privado y servidor público, utilizando su plataforma X para amplificar los mensajes del gobierno y amedrentar a detractores. Musk se jacta ante sus 215 millones de seguidores de cada logro del gobierno Trump, y tilda de «malvadas» a las oficinas que él mismo busca cerrar, además de no estar sujeto a las normas éticas habituales de los funcionarios porque ostenta un cargo especial creado a medida. El conflicto de interés es flagrante: como dueño de X, tiene todos los incentivos financieros para difundir la propaganda gubernamental exclusivamente a través de su propia red y marginar a la prensa tradicional. Steven Levitsky, politólogo de Harvard, califica esta concentración de poder económico, mediático y político como algo «nunca visto antes en ninguna democracia del planeta». En nombre de la «eficiencia», se ha roto el equilibrio de poderes que sustenta al sistema democrático.
La retórica de la eficiencia oculta un peligroso proyecto de poder absoluto. Trump y Musk, en tándem, se dedican a desmantelar estructuras clave de gobierno bajo la premisa de que entorpecen el progreso. El Departamento de «Eficiencia» no es más que una puerta trasera para desregular sin supervisión: ya ha contribuido a desarmar la agencia de cooperación internacional USAID, la Seguridad Social y otras dependencias, purgando a funcionarios de carrera que servían de contrapeso. El líder de la minoría demócrata en el Senado, Chuck Schumer, advirtió que «un gobierno en la sombra no elegido está tomando el control del Estado», refiriéndose al papel desmedido de Musk y sus colegas en la administración. En la visión tecno-utópica que promueven, la democracia tradicional, con sus debates, sus controles y sus «ineficiencias», es un estorbo para la toma de decisiones rápida.
Sin embargo, la historia nos enseña que la concentración de poder sin vigilancia suele derivar en abusos y autoritarismo. La supuesta eficiencia de esta élite tecno-política es un espejismo: elimina trabas no para servir al pueblo, sino para servir sus propios intereses empresariales. Como apunta un analista, encumbrar a Musk como arquitecto de la reforma gubernamental sería risible si no fuese tan peligroso. Para mayor ironía, el propio Musk ha construido su imperio gracias en parte a subsidios públicos y contratos gubernamentales, pero ahora desdeña las normas democráticas que lo hicieron posible.
La colusión entre las Big Tech y Trump supone un desafío histórico a la democracia estadounidense. Nunca antes se había visto a los titanes empresariales de un sector controlar simultáneamente los flujos de información, las infraestructuras digitales y las palancas del poder político de esta manera. La separación de poderes, columna vertebral de la democracia, se tambalea cuando un presidente utiliza su cargo para premiar a sus benefactores corporativos y castigar a los reguladores independientes. Al mismo tiempo, esos magnates tecnológicos, convertidos en barones feudales de la era digital, manejan sus plataformas globales para reforzar el discurso oficial y silenciar la disidencia, todo bajo las supuestas banderas de la «eficiencia» y la «libertad de expresión».
El resultado es un círculo vicioso de poder: cuanta más influencia política obtienen las Big Tech, menos controles democráticos quedan para limitarlas, y cuanta más libertad les concede Trump, más afianzan ellos su apoyo para mantenerlo en el poder. Estamos ante un pacto fáustico entre el populismo autoritario y el oligopolio tecnológico, en el que ambos salen beneficiados a corto plazo: Trump obtiene un altavoz mediático insuperable, dinero ilimitado y una posibilidad de espiar a todos los ciudadanos; y las tecnológicas, un gobierno cómplice que mira hacia otro lado, al coste de socavar los cimientos de la democracia. Es, literalmente, un «move fast and destroy democracy» .
Este ataque sin precedentes exige una profunda reflexión, y nos enfrenta a preguntas incómodas sobre el futuro: ¿puede la democracia sobrevivir cuando quienes controlan la información y la economía secuestran también el poder político? ¿Cómo proteger el interés público cuando se difuminan las fronteras entre Silicon Valley y Washington? La experiencia reciente en Estados Unidos sirve, además, de advertencia global. En Europa, por ejemplo, ya se alzan voces pidiendo defender la soberanía digital ante el embate del tándem Trump-Big Tech.
Conservar la democracia va a requerir el restablecimiento de mecanismos de control efectivos sobre las grandes plataformas y sus aliados políticos, por muy poderosos que sean. De lo contrario, corremos el riesgo de que la promesa de la «eficiencia» tecnocrática termine sepultando a la libertad y la pluralidad que son el alma de un sistema democrático que los votantes de Trump y de otros populistas consideran poco menos que «prescindible». La historia está escribiendo un nuevo capítulo, y el desenlace dependerá de si las instituciones y la sociedad civil son capaces de frenar esta deriva oligárquica antes de que sea demasiado tarde.
Dejar una contestacion