¿Y a estas alturas nos sorprende que Google sea un monopolio?

IMAGE: OpenAI's DALL·E, via ChatGPT

Por más que el fallo judicial contra Google por monopolio en el mercado de la tecnología publicitaria online esté siendo noticia estos días, lo cierto es que para muchos, entre los que me incluyo desde hace dos décadas, esto no es ni remotamente una sorpresa.

Cuando en 2007 Google adquirió DoubleClick por 3,100 millones de dólares, algunos lo vimos con claridad meridiana: estábamos asistiendo al principio de una estrategia de integración vertical diseñada para tomar el control completo del ecosistema publicitario online. Lo escribí entonces, lo volví a escribir en 2015, en 2020 y en 2024. Que hoy un tribunal federal estadounidense haya concluido que Google violó la ley antimonopolio de forma consciente y deliberada no es una novedad, es simplemente la constatación oficial de una realidad que llevamos años viviendo.

El monopolio era evidente… si querías verlo. El fallo de la jueza Leonie Brinkema no deja lugar a dudas: Google ha monopolizado ilegalmente el mercado de servidores de anuncios para publishers y el de ad exchanges, atando contractualmente estos servicios para dificultar la competencia, en clara violación de las secciones 1 y 2 de la Sherman Act. ¿Cómo lo hizo? Comprando piezas clave del ecosistema (DoubleClick, Invite Media, AdMeld…), restringiendo su uso solo a quienes adoptaran otras herramientas de Google, y consolidando su posición hasta alcanzar una cuota de mercado del 90% en servidores para publishers en 2015.

Esto, por supuesto, no lo hizo solo con superioridad tecnológica, que la tenía, sino con acuerdos restrictivos, condiciones abusivas y cláusulas de exclusividad que distorsionaron el mercado, elevaron los costes para los anunciantes y recortaron los ingresos de los medios. Google, literalmente, captura al menos treinta céntimos de cada dólar invertido en publicidad en la red. No hay innovación que justifique eso.

Pero el problema no es solo Google. El fallo es importante por sí solo, pero también lo es por lo que no dice. La jueza rechazó considerar ilegales las adquisiciones pasadas de Google (como DoubleClick o Admeld), alegando que fueron aprobadas en su momento por los organismos reguladores. Ese argumento, aunque jurídicamente comprensible, es profundamente preocupante: ¿de verdad el hecho de que las autoridades se equivocaran en su día, en el contexto de una administración norteamericana que decidió ignorar conscientemente la legislación antimonopolio, debe blindar para siempre una operación que se veía claramente anticompetitiva, y peor, que tiempo después hemos podido comprobar fehacientemente por sus efectos que lo era?

Este razonamiento abre la puerta a que Meta intente usar la misma lógica para defender sus propias adquisiciones, como las de Instagram y WhatsApp. Y eso sería un error colosal. No, que la FTC aprobase esas compras no significa que fueran correctas. Significa que en su momento se pecó de complacencia o de captura regulatoria. Pero lo cierto es que esas adquisiciones mataron la competencia antes de que pudiera siquiera desarrollarse. La idea de que una startup prometedora sea simplemente comprada o copiada sin piedad por el incumbente dominante es el fin del dinamismo innovador en cualquier ecosistema. Y eso es exactamente lo que ha pasado.

¿Cuál es el precio de décadas sin enforcement activo de la legislación antimonopolio? Durante años, la legislación antimonopolio estuvo ahí, pero no se aplicó. Ni con Microsoft en los ’90 de forma efectiva, ni con Google, ni con Meta. Se permitió que crecieran estructuras que ahora son esencialmente feudos digitales, auténticos imperios con poder sobre qué vemos, cómo lo vemos y a quién se le permite hablar o vender. La excusa era que «el mercado se regula solo» o que «la tecnología evoluciona demasiado rápido como para intervenir». El resultado ha sido una pérdida clara para la innovación, para los consumidores y para la diversidad del ecosistema. En un entorno bien regulado, ni Instagram ni YouTube ni WhatsApp deberían haber acabado como partes de imperios que eran ya dominantes cuando las adquirieron.

¿Y ahora qué? Google se enfrenta ahora ya no a una multa simbólica, sino a la posibilidad de ser troceado en pedacitos. El Departamento de Justicia podría exigir la venta de partes de su negocio de publicidad, y en paralelo, se avecina una segunda oleada con el caso de su monopolio en las búsquedas, donde se baraja incluso la venta de Chrome. La compañía recurrirá hasta los estamentos más elevados, pero seguramente será peor, porque con ello introducirá un elemento de incertidumbre que puede terminar perjudicando su negocio más aún. ¿Es tarde para corregir el rumbo? Quizá. Pero es absolutamente necesario hacerlo. Porque la alternativa es resignarse a vivir en un ecosistema digital donde el poder económico y el control informativo están en manos de unas pocas empresas que juegan con cartas marcadas.

La lección es clara: no podemos permitir que el laissez-faire digital siga dictando las reglas del juego. Ni en la publicidad, ni en las redes sociales, ni en las búsquedas, ni en la inteligencia artificial, ni en ningún lado. Y desde luego, no podemos dejar que el pasado sirva como escudo para justificar lo que claramente fue, desde el principio, un abuso de poder de mercado. En el contexto actual de capitalismo de amiguetes que domina la era Trump, es muy probable que ninguno de estos casos lleguen a término, y que sirvan solo para que el presidente, en el último momento, aparezca para salvar graciosamente a quienes le apoyaron en su campaña y los exonere sin ningún tipo de justificación. Pero independientemente de lo que ocurra, sería muy importante que corrijamos el rumbo antes que que nos dediquemos a seguir repitiendo los mismos errores.

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