
Mi columna en Invertia de esta semana se titula «Un mundo sin césares» (pdf), y está inspirada en la fenomenal contestación de la ingeniera de software y CEO de Bluesky, Jay Graber, a la estúpida grandilocuencia de Mark Zuckerberg. Por cierto, Jay Graber se llama en realidad Lántiān» (蓝天) Graber, es hija de una acupunturista nacida en China y de un profesor de matemáticas de ascendencia suiza, y su nombre en chino quiere decir precisamente «cielo azul», es decir, «blue sky», aunque el detalle es completamente casual y para nada relacionado con el hecho de que sea la CEO de la compañía.
El pasado septiembre de 2024, en un Meta Connect que estuvo caracterizado porque Mark Zuckerberg fue prácticamente la única figura que tuvo protagonismo, el fundador de la compañía apareció con un nuevo estilismo basado en prendas diseñadas por él mismo, entre las que destacaba una camiseta negra con una inscripción en gris que decía, en latín, «aut Zuck aut nihil», una bravuconada que modificaba una frase de Julio César, «aut Caesar aut nihil«, «o César o nada», para compararse con el emperador y afirmar que era la única alternativa para la compañía.
El pasado lunes, Jay Graber llegó a su entrevista en el SXSW con un peinado con un recogido discreto y una camiseta negra sobredimensionada, en lo que algunos interpretaron como una actitud tristemente habitual en directivas norteamericanas, la de rebajar conscientemente su aspecto femenino para así ser tomadas más en serio. Sin embargo, la motivación de Graber era muy distinta: en su camiseta negra, también en gris, aparecía una inscripción también en latín, “Mundus sine caesaribus”, “un mundo sin césares”, una perfecta contestación a la estupidez de Zuckerberg creyéndose emperador.
La frase hace referencia al carácter descentralizado de Bluesky, una red federada que utiliza esa característica para tratar de ser completamente transparente en su gestión, y resistente a la posibilidad de que alguien adquiera la compañía y decida cambiar su naturaleza, como hizo Elon Musk con Twitter. Cuando Musk planteó la adquisición de Twitter para convertirla en lo que hoy es X, los usuarios fuimos víctimas de un comportamiento completamente arbitrario y para nada transparente, que nos llevó a ir comprobando cómo la red se editorializaba hasta el límite, cómo las actualizaciones del propio Musk pasaban a aparecer hasta en la sopa lo siguieses o no, y cómo las conversaciones se convertían en un inmundo montón de basura e insultos, con racismo, descalificaciones y discurso del odio apareciendo por todas partes.
La cuestión resultó evidente al poco tiempo: Musk no había adquirido Twitter como negocio, ni en aras de preservar una supuesta libertad de expresión, ni para crear ningún tipo de super-app: lo había hecho para tener un altavoz para su salto a la política. La idea era hacerse con lo que muchos consideraban el mayor medio de comunicación del mundo, y uno que líderes de todos los ámbitos utilizan para enviar sus mensajes, y convertirlo en un altavoz para sus ideas. Algo en lo que los usuarios en ningún momento tuvimos nada que decir: como mucho, podías votar con los pies e irte.
Sin embargo, las redes sociales tienen algunas características que dificultan esa reacción: los llamados efectos o externalidades de red hacen que irse de una red en la que tienes tus contactos sea una propuesta que muchos se piensan dos veces. Si además añades que las alternativas era, en general, redes de creación reciente en las que podías tener dificultades encontrando a tus contactos y que tenías que partir prácticamente de cero, la cosa hizo que muchos arrastrasen los pies y, simplemente, no hicieran nada, algo que Musk seguramente esperaba.
Al final, Musk adquirió Twitter mayoritariamente con créditos que no pensaba devolver y que los bancos han terminado colateralizando y vendiendo como incobrable, y lo convirtió en una pieza clave de su estrategia de comunicación y de la campaña de Donald Trump, una figura débil y manipulable a base de halagos y donaciones, que simplemente se planteó utilizar como forma de acceder a la política. Musk se había cansado de jugar con compañías, y quería pasar a jugar con países… o con el mundo entero.
Con Bluesky, eso no puede pasar, o es muchísimo más difícil que pase. Y el ejemplo de Bluesky y de otras compañías que crean estructuras similares en las que se dificulta la figura de un César con poder omnímodo es fundamental en el mundo corporativo, como lo es el desarrollar modelos que se alejen de la explotación ilimitada y predatoria del usuario y de sus datos. Ese, definitivamente, no es el modelo que queremos.
Pero más allá del mundo corporativo, lo que tenemos que pensar es en qué momento la manipulación llevada a cabo a través de las redes sociales ha servido para que muchos creyesen que podía ser una buena idea convertir la política en un juego de liderazgos similar. Qué ha llevado a muchos a creer que podía ser recomendable dirigir un país como se dirige una compañía, con ese tipo de liderazgos sujetos a muchísimos menos contrapoderes, controles y balances. El populismo vive precisamente de eso, de convencer a los ciudadanos de que están «tan mal», que solo un liderazgo fuerte y sin contrapoderes que rompa las reglas conocidas puede «salvarlos». Es el fenómeno de los «salvapatrias» como Trump, Milei o el mismísimo Putin, que retuercen las reglas de la democracia para convencer a un montón de ilusos de que ellos son la solución ya no a su problema, sino a todos los problemas.
Y obviamente, ese cáncer de la democracia se ha metastasiado, y ahora está presente en cada vez ás países, hasta el punto de que los populistas reclaman elecciones porque saben que gracias a las redes sociales, van a poder manipularlas a su antojo. Algoritmos en realidad sencillos, que parten de la base de dar a un usuario más de lo que le hace reaccionar y de reunirlo con otros usuarios – reales o ficticios – que supuestamente piensan como él, para que «justifique» sus puntos de vista, no se sienta «extravagante» y, sobre todo, para que se radicalice, porque eso le hará aumentar su visibilidad y su popularidad. Ese caldo de cultivo para el populismo está amenazando nuestras democracias y dando alas a auténticos imbéciles que jamás deberían ha ber alcanzado la cuota de poder que tienen, y que además de so ser la solución a ningún problema, son la raíz de muchos más.
Quedémonos con la idea de Jay Graber, «un mundo sin césares», y abandonemos la tentación de recurrir a populistas con recetas mágicas que pasan por eliminar controles y «dirigirnos como si fuñeramos una empresa». No, los países no son empresas ni deben dirigirse como tales, y lo dice uno que lleva treinta y cinco años trabajando en una escuela de negocios y enseñando a dirigir empresas. Dejémonos de populismos, pongamos a los payasos en su sitio, y volvamos a plantearnos que las reglas de la democracia son fundamentales y deben mantenerse en su lugar.
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